Por P. Alberto García Sánchez, SJ
De la mesa del director. Vida Cristiana, Cuba

La vigilancia es una actividad difícil, más aún si no sabemos exactamente qué es lo que esperamos ni cuándo puede suceder. La historia cristiana pasa periódicamente por momentos de gran angustia, casi siempre al final de un siglo (especialmente si se trata del final de un milenio). Recordemos las trágicas predicciones que se hicieron al acercarse el año 2000: desde el final del mundo hasta la angustia de lo que le pasaría a nuestras computadoras y a la banca mundial.
Ante lo desconocido, podemos adoptar distintas actitudes. Un comportamiento posible es la parálisis por el miedo y la incertidumbre. San Pablo ya advertía a la comunidad de los tesalonicenses (2 Tes 3, 11) que hay algunos que viven “muy ocupados en no hacer nada”. Otra actitud es la de dejarme dominar por la angustia y el pánico: que el fin del mundo no me sorprenda en pecado. Recuerdo la increíble afluencia de personas buscando confesarse en los últimos días de diciembre de 1999.
La única actitud saludable es la recomendada por Jesús: la vigilancia. Aunque no es lo mismo vigilar porque se acerca un ciclón o porque tememos que nos roben en la casa. Esa vigilancia está atravesada de tensión.
La vigilancia propia del tiempo del Adviento es la atención serena al momento presente. Es la postura del que se mantiene alerta ante el paso del Señor por nuestra historia, la actitud amorosa del servidor que está pendiente del más mínimo deseo de su Señor para anticipar incluso sus órdenes.
Atender al momento presente constituye la actitud psicológica más sana. Resulta impresionante la cantidad de tiempo que dedicamos a mirar atrás para lamentarnos de nuestros errores y oportunidades perdidas. Ya no podemos tocar el pasado.
El otro error de atención es vivir anticipando y angustiándonos por un futuro que no ha llegado. “Cada día tiene su afán”, nos recuerda sabiamente Jesús. No se trata aquí de la sana previsión ante lo que se nos pueda presentar, que es una actividad que se realiza en el presente.
Al no saber cuándo será el momento del fin de la historia, cada instante se convierte en un tiempo privilegiado de salvación. Nos hacemos presentes al hoy para vivirlo en plenitud.