Talca, Chile / Religión – Los dolorosos casos de abusos cometidos por religiosos y las distintas reacciones eclesiales y sociales que estos han generado, configuran un escenario nuevo para la vida de la Iglesia y un desafío muy importante en el camino de la fe de los creyentes. En los últimos años estos episodios han llevado a una situación de crisis que ha convulsionado la vida eclesial desde sus raíces, dificultando su desenvolvimiento y debilitando las relaciones internas y las con la sociedad, socavando su credibilidad y paralizando en la perplejidad a muchos cristianos.

Cuando hablamos de crisis lo estamos haciendo en el sentido más propio de la palabra, pues esta alude a un juicio que permite distinguir y discernir (el verbo griego krino) y, por lo mismo, a una oportunidad para el cambio, para el crecimiento de lo nuevo: se trata de la clave presente en la parábola de la poda de la parra (cf., Jn 15, 1-8) como acción necesaria para que ella produzca sus frutos. Como dice el proverbio de nuestra cultura campesina, “cuando se hace la poda, la parra llora”.

No se trata, sin duda, de una crisis pareja, en el sentido de que sea vivida con la misma intensidad en todas partes o por todos los miembros de la Iglesia, pero sí es una crisis global, en el sentido de que toca el conjunto de la vida y misión de la Iglesia. Esta crisis no se refiere —solamente— a los complejos problemas que impone el creciente secularismo, al desarrollo de sectas ni al relativismo moral. Se vincula, más bien, a las escandalosas situaciones de abuso sexual y de poder surgidas al interior de esta institución y a las dificultades para gestionarlas adecuadamente. También, a cierta afonía eclesial —a veces, pareciera que hemos enmudecido— y a la falta de credibilidad de la Iglesia ante el mundo al cual está llamada a ser testigo de la novedad de Dios. Recordemos cómo el papa Benedicto XVI, en su discernimiento de la situación, ha dicho que los abusos sexuales y sus situaciones anexas “han oscurecido la luz del Evangelio como no lo habían logrado ni siquiera siglos de persecución” (1).

Lo nuevo de la situación no reside en la presencia del pecado en la Iglesia, el cual la acompaña en la historia desde sus inicios y por el cual la Iglesia ha pedido perdón al Señor y a las víctimas en diversas ocasiones (2). Está, en rigor, en que su carácter escandaloso ha generado una crisis de credibilidad en una Iglesia que se presentaba como referente moral frente al relativismo imperante, especialmente en materias relativas a la sexualidad. Los propios creyentes han terminado cuestionando cómo pudo esto estar ocurriendo en la Iglesia, tomando en muchos casos distancia de la vida eclesial.

ASUMIR EL ESCÁNDALO

Se debe asumir que afrontamos una ocasión privilegiada para lograr un cambio hacia algo nuevo y mejor, evitando la trampa de cualquier tipo de respuestas defensivas. Esto implica reconocer que hay un nuevo escenario cuyo punto focal es la deteriorada credibilidad de la Iglesia, es decir, el debilitamiento de uno de sus mayores bienes en su misión en el mundo.

No se trata de informaciones de las cuales seamos receptores neutrales. Nos involucran emocionalmente y han ido despertando en la mayoría de la Iglesia sentimientos de rabia, pena y vergüenza. Esto no puede hacernos desconocer el escándalo ni olvidar que ya el mismo Jesús nos advirtió: “Es imposible que no haya escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños. Andad, pues, con cuidado” (Lc 17, 1–3).

Una primera etapa es la de conocer y aceptar la realidad del escándalo de los abusos sexuales por parte de algunos sacerdotes y la incapacidad de sectores de la Jerarquía de la Iglesia para enfrentarlo. Es una fase de mucho dolor y perplejidad, de rabias y desilusiones, en la cual se va logrando aceptar que el tema está instalado en nuestra vida y en el corazón de lo que más amamos.

La segunda etapa puede ser tan dolorosa como la anterior, pues se trata de asumir la ruptura de las confianzas al interior de la Iglesia y entre miembros de esta, así como la crisis de credibilidad con respecto a la sociedad en la que vivimos. Es entrar en la humillación que significa el resultar poco creíbles en circunstancias que lo que proponemos es un anuncio que se apoya en la credibilidad de sus testigos. La ruptura de las confianzas es dolorosa, pero la humillación de ser poco creíbles es —quizás— mayor. Sin embargo, en esta etapa aparece una luz de esperanza: la que proviene de la búsqueda de la verdad, del caminar en la verdad, del mostrarse en la propia verdad, del proponer a otros esa verdad. Quizás esta es una ocasión en la que —como Iglesia— hemos experimentado con mucha fuerza la afirmación de santa Teresa de Jesús: “Humildad es caminar en la verdad” (3).

Una tercera etapa es —precisamente— la de caminar en la verdad, reconstruyendo confianzas. Se trata de un caminar humilde, sin posturas defensivas ni excluyendo la verdad asumida y reconocida; dejándose corregir por otros y teniendo como carta de presentación, precisamente, esa verdad dolorosa que nos hace vulnerables y que es asumida buscando caminos de reparación eficaces. También es un caminar en la esperanza de poder ofrecer a otros, en la sociedad, el aprendizaje que estamos haciendo en todo esto.

En esta etapa, el dolor de lo vivido y la verdad asumida, así como el aprendizaje que vamos haciendo, comienzan a adquirir la forma de una profecía eclesial ante el mundo.

VIVIRLO TODO DESDE LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL

Lo primero y fundamental que mantenemos en pie es nuestra fe, nuestra adhesión al Señor Jesús. Esto que pareciera ser obvio en realidad no lo es, pues ante el impacto del escándalo puede ocurrir que las perplejidades nos conduzcan a confusiones que nos hagan perder el horizonte. Es algo similar a lo ocurrido en la sinagoga de Cafarnaúm, cuando al terminar el llamado “discurso del Pan de Vida” algunos dijeron “es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo? […]. Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 60. 66). Entonces, “Jesús dijo a los Doce: ‘¿También ustedes quieren marcharse?’. Le respondió Simón Pedro: ‘Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios’” (Jn 6, 67–69).

Es decir, acogemos y vivimos esta situación escandalosa como creyentes que nos situamos en la misma respuesta de fe de Pedro, en nuestra adhesión al Señor Jesús y cultivando su mirada misericordiosa y su actitud compasiva con todos.

Aquí estamos ante la cuestión fundamental de la vida de la Iglesia: la fe, la adhesión al Señor Jesús en un camino de conversión permanente a Él. La cuestión fundamental de la vida de la Iglesia no es este escándalo, como tampoco lo es la persona de los pastores, ni los medios institucionales que la Iglesia tenga para realizar su misión, ni su influencia en la sociedad, etc. La cuestión fundamental es nuestra adhesión a Jesús. Todo lo demás —sin excepciones— son circunstancias en las cuales vivimos esa adhesión. Así ocurre con este doloroso escándalo. Vivimos estas situaciones desde la adhesión de fe al Señor Jesús, sabiendo bien que —como dice la 1ª Carta de Juan—, “esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5, 4).

ALGUNOS PUNTOS A TENER EN CUENTA (Y NO OLVIDAR) (4)

– La prioridad de las víctimas. Las víctimas de los hechos punibles aparecen como víctimas de una tramitación de varios años por parte de la Jerarquía de la Iglesia: no les creyeron, los tramitaron, hasta los desacreditaron. ¿Cuándo se nos “olvidó” en la Iglesia que todas las víctimas, especialmente las que son “mal amadas”, ocupan el primer lugar? (cf., 1 Cor 12, 22–26).

– La Iglesia: víctima y victimaria. En estos hechos toda la Iglesia es víctima del pecado y del delito. Las víctimas directas, en primer lugar, son miembros de la Iglesia; pero también la Iglesia es victimaria a través de los miembros de su Jerarquía, que agredieron a aquellas, y a través de los miembros de su Jerarquía que no los escucharon o que dilataron su acción. La mirada a los hechos debe tener en cuenta estas dos dimensiones: la Iglesia es víctima y victimario. No se percibe con claridad que es la misma Iglesia la que es víctima, puesto que las víctimas son miembros de la Iglesia (aunque algunos ahora digan que no se sienten católicos). Tiende a primar un enfoque institucional: la Iglesia es víctima a causa de que algunos miembros de su Jerarquía actuaron de modo indebido y por eso la Iglesia está ahora en este problema. A veces se percibe en el lenguaje eclesial una contraposición entre Iglesia y víctimas, siendo que ¡las víctimas son miembros de la Iglesia! Son miembros del único Cuerpo, en el cual “si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Cor 12, 26).

– La necesidad de la verdad. La exigencia de la verdad —y de toda la verdad— en estos hechos es un deber evangélico ineludible (“la verdad los hará libres”, Jn 8, 32). Por cierto, la Verdad total es Jesucristo. Él es la Verdad que nos hará libres. Pero en esto es absoluto que la gracia supone la naturaleza, de manera que solo haciendo la verdad en el plano de los hechos naturales podemos acoger y servir la Verdad en el plano sobrenatural. Por eso no se trata —simplemente— de una estrategia coyuntural ante la magnitud de la crisis de credibilidad o de un deber ético de la sociedad, sino de una exigencia evangélica no negociable y del único camino posible para recomponer las confianzas dañadas. La verdad puede ser dolorosa, pero nunca hace daño; los que sí hacen daño son la mentira, las verdades a medias o el ocultamiento.

– Las malas prácticas. En estos hechos se ponen de manifiesto algunas “malas prácticas” con que se han enfrentado estas situaciones: la preocupación por cuidar el prestigio institucional, la desbalanceada atención a los sacerdotes victimarios en relación a los laicos victimizados, la preocupación por “cuidar” a un sacerdote trasladándolo de lugar o funciones sin enfrentar a fondo los hechos, o la poca atención a las normas que tiene la misma Iglesia para enfrentar estas situaciones.

– La justicia demorada. Aunque podría estar dentro de las “malas prácticas”, merece ser considerado aparte el hecho de que la justicia debe ser imparcial, proporcionada y oportuna. En estos hechos la acción de la justicia eclesiástica no fue —al menos— oportuna; fue tardía.

– La focalización de la vida eclesial en este “caso”. Es inevitable que con la gravedad de los hechos y su revuelo mediático la vida eclesial quede polarizada hacia estas situaciones, y que la mirada desde la sociedad a la Iglesia se focalice en estos hechos. Pero es preciso buscar siempre cómo ampliar la mirada al conjunto de la vida de la Iglesia y la maravillosa acción de Dios en ella y a través de ella.

– “A río revuelto, ganancia de…”. Por cierto que con estos hechos algunos se abalanzan contra la Iglesia como aves de presa, pero el problema no es ese. Esta situación no es fruto del ataque del progresismo secularista ni el resultado de un complot, sino que es fruto de pecados y delitos cometidos por miembros de la Iglesia, aunque en este “río revuelto” algunos pretendan sacar ganancias para sus posturas contrarias a ella. Este punto es importante, porque en algunas ocasiones el intento de indicar que hay que estar vigilantes ante los ataques a la Iglesia pareciera minimizar la responsabilidad de esta.

– Aceptar ser corregidos por la sociedad. En todo este asunto se han puesto de manifiesto acciones escandalosas y vergonzosas de algunos miembros de la Iglesia, también la incapacidad de un sistema eclesial de funcionar adecuadamente según sus propias normas. Igualmente se ha puesto de manifiesto la inadecuación del lenguaje eclesial en su diálogo en la sociedad. ¡La Iglesia ha necesitado ser corregida por la sociedad!, por esa misma sociedad que la Iglesia tanto ha criticado —a veces con mucha razón—, pero que ha mostrado a la Iglesia su necesidad de cambios en sus prácticas y estructuras, así como el carácter relativo de una moral eclesial que ha sido incapaz de impedir estos hechos en la misma Iglesia. Estas correcciones que la sociedad hace a la Iglesia, así como el juicio penal a algunos de sus miembros, es parte de la ayuda que la Iglesia recibe del mundo (cf., GS 44). Esta ayuda que la Iglesia recibe del mundo requiere la actitud espiritual de la humildad, de quien acepta ser corregido por la sociedad.

– La crisis como ocasión para recomenzar desde Jesucristo. En la crisis se manifiesta la ocasión para recomenzar desde Jesucristo, pues lo que está haciendo crisis es todo lo que no estaba fundado en el Señor Jesús; por eso, es una oportunidad para la conversión y para el cambio. Es una ocasión privilegiada para que entremos en el humilde camino del Siervo que pasa por este mundo haciendo el bien, desde el Pesebre hasta el Calvario. Todo esto, por cierto, requiere un hondo trabajo de conversión espiritual, pastoral y de estructuras, el cual —ciertamente— nos pondrá en el único camino que tiene la Iglesia para recorrer, que es el del Siervo glorificado que siempre continúa recorriendo su camino del Pesebre a la Cruz: “Pues así como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia está llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (LG 8).

(1) Benedicto XVI, Carta a los católicos de Irlanda, 19 de marzo de 2010.

(2) Entre muchas, es particularmente significativa la celebración del Jubileo del Perdón, en que el papa Juan Pablo II pidió perdón por los pecados de los miembros de la Iglesia a lo largo de la historia (el 12 de marzo de 2000). Del mismo modo, Benedicto XVI pidió perdón por los pecados de los sacerdotes, al término del Año Sacerdotal, el 11 de junio de 2008.

(3) Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, 10.

(4) En este punto presentamos una síntesis de las pistas y criterios presentados por monseñor Alejandro Goic en el artículo “La Iglesia hoy, una oportunidad para el cambio”, en Servicio (2011), Nº 303, pp. 25-29.

________

P. Marcos Buvinic M. Rector Seminario de Talca. Académico U. Católica del Maule, Chile. Publicado en revista Mensajewww.mensaje.cl