LA INELUCTABLE MUERTE

La columna, «El derecho a morir», publicada el 14 de agosto, hacía pensar que Vicente Echerri desarrollaría el tema del derecho a la muerte natural, pues nadie está obligado a someterse a un ensañamiento terapéutico con respiradores artificiales y otros tubos cuando se está desahuciado.
Pero no, el autor, a propósito del suicidio de Robin Williams, hizo una escalofriante apología del inexistente derecho a matarse. Si el suicidio no fuese trágico habría que ridiculizarlo. ¿Acaso no garantiza el derecho a morir la fragilidad biológica de todo viviente? Como dice el pueblo, «lo único seguro es la muerte». ¿Para qué adelantarla cuando es destino inevitable?
El articulista yerra cuando topa con la Iglesia. Dice que a los suicidas les niegan las exequias católicas. Ya no. La Iglesia enseña que el suicidio es pecado contra el Quinto Mandamiento. Matarse ofende a Dios, a la familia, a la sociedad y a uno mismo. Pero la Iglesia suele darle el beneficio de la duda a los suicidas, pues el instinto de conservación es un muro tan formidable, que difícilmente pueda franquearlo alguien en sus cabales. Las drogas, el alcohol, las depresiones pueden nublar el juicio y debilitar la libertad del suicida.
El Derecho Canónico sólo menciona el suicidio una vez: Prohíbe ordenar de sacerdote a quien haya intentado suicidarse (Can. 1041, 5).
Se debe promover la cultura de la vida desde la concepción hasta el desenlace natural. La vida no es una propiedad, pues nadie ha comprado su vida. Es un don a administrar bien. Por eso el Quinto Mandamiento también incluye el cuidado conveniente de la salud.
La cultura de la vida se opone al suicidio, a la pena de muerte, a la eutanasia y también al aborto. Sí, debe defenderse el derecho de nacer, derecho inolvidablemente novelado por Félix B. Caignet.
Eduardo M. Barrios, S.J.
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