Al extranjero que llega al país le sorprende, y valora, el alto grado de hospitalidad de nuestra gente. Somos parte de un pueblo acogedor y solidario, con las manos francas, siempre dispuestas al encuentro.

Esta hermosa actitud frente a la vida debemos mantenerla siempre. Nos hace crecer y llena el alma de satisfacción. Nos acerca más a Dios.

Es lamentable que la mala conducta de algunos dominicanos nos haga cambiar y entonces echemos en el olvido esa manera de ser que es como un carnet de identidad.

Duele observar que poco a poco el ciudadano comienza a desconfiar del otro. A sospechar de cualquier persona que anda extraviada y busca una dirección.

Tener nuestras puertas y ventanas cerradas como una cárcel por temor a un atraco, o asalto se va haciendo cotidiano.

Quién iba a pensar que algunas actividades religiosas, y de otra índole, tendríamos que acomodarlas a nuevos horarios para lograr la asistencia deseada, porque hoy, el día y la noche, fruto de la delincuencia, se han convertido en una tentación.

Ante esta realidad no debe haber espacio para el lamento, sino para la acción proactiva que impida que nos roben la alegría.

Las autoridades deben actuar de manera rápida y eficiente para devolverle a este pueblo la seguridad ciudadana, que es uno de los principales reclamos de la sociedad. El tiempo apremia.