Por: Ignacio Iparraguirre, s.j. San Ignacio llegó a poseer un dominio tan excepcional de su ser que ha quedado como el prototipo del hombre equilibrado y dueño de sí. La imagen de un Ignacio «perfecto y santo varón”, trazada en 1593, se ha ido perpetuando a lo largo de los siglos. Esta perspectiva entusiasmaba a los hombres de las últimas generaciones, que se movían en un clima de seguridad y tranquilidad. Se sentían felices y satisfechos contemplando a los grandes héroes. Su ideal era imitarles en cuanto podían. Pero el hombre de hoy se siente agitado por muchos problemas, y uno de los más graves es el de su identidad. Prefiere contemplar a Ignacio en otro momento no menos histórico y exacto, a Ignacio mientras se está haciendo y madurando en búsqueda de su personalidad espiritual. Describir a Ignacio haciéndose santo, no es negar que llegó a la santidad, es fijarse en el dinamismo interno que le fue estimulando a lo largo de su vida, es dejar de contemplar el fruto, para analizar la linfa vital interna. Pero en este Ignacio que avanza a lo largo de su vida en lucha por su identidad, se pueden distinguir dos realidades: los rasgos propios de ese momento juvenil que van diluyéndose gradualmente y el sustrato juvenil que quedó para siempre. Es esto lo que más nos interesa. Porque lo que podíamos llamar la juventud dinámica de la espiritualidad ignaciana no es sólo algo propio de un tiempo de la vida del santo, sino algo que quedó como elemento constitutivo. No es una actitud externa temporal, una virtud determinada, es algo íntimo, como el espíritu en el hombre que, aunque no se puede contemplar al exterior ni describir en sus manifestaciones, va vivificando todo el ser.

Esto que podíamos llamar lo juvenil de Ignacio maduro constituye la fuente de la capacidad de adaptación del santo. Es algo vital que se encarna en formas distintas según las varias contingencias. Varios elementos van suministrando energía a esta dinámica. Señalemos los principales. Lo juvenil de Ignacio maduro Primacía de la conciencia El primer rasgo, clave en cierto sentido de toda la actitud juvenil de Ignacio, es la primacía absoluta que da el santo a la conciencia. Enseñó al ejercitante el camino, y el modo de no 2 equivocarse siguiendo la conciencia, ya que ésta tiene una trayectoria puesta por la ley natural y las demás leyes. Pone dentro la luz del discernimiento para que pueda acertar en este difícil itinerario y encontrar el paso justo. Respetuoso hasta el sumo con la conciencia no impone su modo de pensar. Ni siquiera exhorta. Su táctica es poner a Dios con el ejercitante. Dios mismo se manifestará, se dejará sentir. No es un paternalista, que mantiene las riendas para dominar la situación. Señala la dirección, como un guía, da las advertencias convenientes y luego deja al hombre con Dios. Son interesantes a este propósito las adiciones de los ejercicios. Pocos autores hay que bajen a tantos detalles de lo que se debe hacer antes de la oración: la postura que hay que adoptar, los pensamientos más convenientes para prepararse adecuadamente. Pero a la vez pocos hay que se retiren de modo tan absoluto como el santo en el momento en que se inicia el contacto con Dios en la oración. La mayoría de los autores espirituales van señalando afectos varios, propios para el tiempo de oración. Ignacio deja al ejercitante con Dios. Sería entrometerse en el sagrado recinto de la conciencia de otro, imponerse en ese momento sagrado. Sólo antes puede realizarlo, porque estima tanto la conciencia, que desea educarla, prepararla. No cae en el extremo contrario de la libertad suicida. Sabe aprovechar los valores de la libertad, eliminando sus peligros. De este modo de presentar la realidad brota necesariamente un sentido fuerte de responsabilidad, exigencia profunda del magisterio del santo y consecuencia de la necesidad de usar adecuadamente de la libertad. Anticonformismo Precisamente porque respetaba tanto la primacía de la conciencia Ignacio fue un anticonformista. No le bastaba que los demás hiciesen algo para que él lo hiciese. Buscaba su camino. Los problemas en que se vio envuelto a lo largo de su existencia, los largos años de búsqueda de su misión, las persecuciones, las dudas no se hubiesen dado, si se hubiese limitado a hacer después de su conversión lo que hacían los demás convertidos: llevar una vida cristiana ejemplar, hacerse sacerdote o religioso. No es que no hubiese momentos en los que no pensase en seguir el camino trillado. «Ofrecíasele meterse en la cartuja de Sevilla»; incluso cuando comenzó a enfriársele este propósito «a un criado de casa que iba a Burgos mandó que se informase de la regla de la cartuja y la información que de ella tuvo le 3 pareció bien”. Ignacio quiso hacerse su camino, distinto del de los demás. Fue el peregrino, o como tres siglos más tarde Charles de Foucault, «el explorador de la voluntad de Dios”. Como todo explorador tuvo que caminar muchos años con increíbles fatigas de todo género para descubrir la voluntad divina. Se acercaba a todas las realidades de un modo personal. Estudiaba cada cosa en su situación concreta. De ahí el carácter dinámico existencial que dio a su espiritualidad. No le interesaba la situación determinada en que se encontraba el hombre, sino el hombre en sí mismo, fuese cual fuese su situación. No ofrecía recetas para casos determinados, sino luz para todas las situaciones. Discernimiento no de una postura, sino del mismo ser del hombre. Actitud funcional Ignacio fue un anticonformista, pero no un destructor sistemático de formas. Tomaba lo válido de ellas. Adoptó una actitud funcional. Veía cada cosa en relación con el fin. No elegía nada por la forma en sí misma, por la estructura externa, sino por su autenticidad. Le convencían sólo las instituciones que realizaban lo que de hecho significaban. Buscaba formas que encarnasen realidades. Examinaba la razón de cada institución. Si sus estructuras respondían a esa finalidad, las aceptaba. En caso contrario las rechazaba. No le convencía la estructura de muchas órdenes religiosas. Creía que había en ellas elementos anacrónicos. Pero no despreció por ello la vida religiosa. Podó los elementos atrofiados, injertó los nuevos vivificadores y acabó por fundar una Orden religiosa. Tampoco le atrajo al principio el sacerdocio. No le convencía la vida que llevaban la mayoría de los sacerdotes que conocía: capellanes, beneficiados que buscaban más su propio bienestar económico que el del pueblo. Y acabó por ordenarse sacerdote. Si llegó a esta vivificación profunda de las instituciones fue porque supo verlas en su posición justa, entender la función de ellas, organizar dentro de ellas todo en función de la finalidad justa. Su espiritualidad es dinámica, porque es funcional. Da el peso, la medida con la que se puede calcular todo. No indica el peso de cada cosa, entrega una balanza que pueda orientar en cada momento marcando el valor de cada realidad. 4 Inseguridad y confianza Otra nota esencialmente juvenil. Se dio en Ignacio la aparente contradicción de inseguridad y confianza propia de la gente joven que busca algo con afán y no sabe lo que busca. Ignacio, por un lado, posee una decisión inquebrantable de buscar su camino. Pasa por encima de las presiones de su hermano que le suplicaba encarecidamente quedarse en casa. Sale de Loyola, sigue su plan de peregrino de Tierra Santa a pesar del cúmulo de dificultades que fueron sobreviniendo como un alud arrollador. Nada ni nadie era capaz de detenerlo. A la vez le corroe una interna inseguridad que le llevó hasta pensar en suicidarse y esto «muchas veces… con gran ímpetu» y le obligó a dar «gritos a Dios vocalmente diciendo: Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en los hombres, ni en ninguna creatura, que si yo pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande”. Se da en nuestro santo una mezcla de apego a sus gustos que reviven en formas nuevas y de confianza sobrehumana en su ideal que le da fuerzas para no pararse; una fuerza para dejar todo y un mar de dudas sobre lo que tenía que hacer. Se conjugan crisis y soluciones heroicas. Es la permanencia de dos fuerzas de signo contrario que no se han integrado en una unidad armónica. No ha madurado su personalidad. La efervescencia vital, la fuerza oculta en su organismo vigoroso pujan sin compasión. La curva como en todo joven es sinuosa y confusa. Hay luchas, crisis, ensueños utópicos de princesas, y vida austera de rigurosa penitencia. Momentos de inseguridad que le obligan a dejarse llevar del impulso de la mula para ver qué ha de hacer ante un blasfemo, y un sentimiento interno de la asistencia continua de Dios. Cada elemento deja su sello y va fraguando, a su modo, su personalidad. Pasarán los momentos de incertidumbre. Se esclarecerá el camino. Pero quedará algo eminentemente juvenil: el no situarse nunca en ninguna determinada posición. La indiferencia ignaciana como actitud de fondo no es más que el fruto de ese estar siempre abierto a todas las contingencias posibles. La libertad interior ha sido el premio de este continuo dominarse a lo largo de su vida. En este sinuoso zigzag se inserta la esencia juvenil, que se posará en un ser maduro y hará que sea el santo de la voluntad de Dios, es decir, el que nunca se para, sino que está siempre dispuesto a cambiar, si Dios así lo quiere. Pocas cosas más juveniles y, a la vez, que supongan mayor madurez que esta absoluta e incondicional disponibilidad. Pocas cosas que puedan acomodarse a todos los tiempos tan 5 fácilmente. Ignacio se mantiene en un continuo estado de búsqueda. Hasta la aprobación pontificia fue perfeccionando sin cesar el libro de los Ejercicios en mínimos detalles. Escribe hasta cuatro borradores o textos de las Constituciones, que va corrigiendo sin cesar. Su Diario espiritual es el clamor de un hombre incierto de sí que busca una «confirmación». El segundo tiempo de elección, el más típicamente ignaciano, es sin duda el tiempo más juvenil. No se basa en el raciocinio, como lo hacen las personas maduras, sino en el íntimo auscultar de gozos y de penas, de consolaciones y desolaciones. Eleva a criterio el vaivén de las reacciones más íntimas. Pocas cosas se pueden concebir de signo más dinámico y existencial y, por consiguiente, más apto para el tiempo actual. Función y valor del deseo Fijémonos, como ulterior rasgo, en uno de los que ofrecen una perspectiva más interesante para hoy: la función y el valor del deseo. El deseo, naturalmente, el auténtico y verdadero deseo, no era para Ignacio una veleidad, sino uno de los resortes más fuertes que había puesto Dios en el corazón del hombre. De Dios «procede lo que se desea» dice el Santo en las Constituciones. El deseo es la gran fuerza del jesuita, muchas veces la única capaz de darle las energías necesarias para vencer las dificultades más arduas. Por este motivo en el Examen previo a la admisión se pregunta al candidato ante todo y sobre todo por sus deseos. Es necesario que advierta cuánto ayuda «admitir y desear con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado”. Tanta importancia da el Santo al deseo que se ha de preguntar al candidato que «donde por la nuestra flaqueza humana y propia miseria no se hallase en los tales deseos así encendidos en el Señor nuestro, sea demandado si se halla con deseos algunos de hallarse en ellos”. «Deseos de tener deseos»: el arma de todo joven es el arma de Ignacio, que conocía por experiencia propia la fuerza del deseo. Al principio de su conversión se vio dominado por los más quiméricos deseos. «Se estaba luego embebido… dos y tres y cuatro horas sin sentirlo» dando vueltas a su fantasía: «No miraba cuan imposible era poderlo alcanzar». Ignacio soñaba despierto dando vueltas a sus representaciones fantasmagóricas, pensando en «aquellas hazañas mundanas que deseaba hacer”. Pero estos momentos de devaneo nos interesan menos. Es algo propio de la juventud, no del espíritu juvenil que 6 estamos aquí examinando, es decir del sustrato permanente en esos ensueños y vigilias. Esa fuerza que quedó en Ignacio como quintaesencia de sus anhelos juveniles fue una valoración increíble del deseo. Si Ignacio realizó tanto fue porque la fuerza del deseo formaba en él como una segunda naturaleza. Se ponía delante los ideales más elevados porque veía todo a través del deseo. Se proponía lo que «un ánimo generoso, encendido de Dios suele desear hacer”. Llegó Ignacio a percibir la fuerza del deseo, porque lo veía como una especie de reflejo de la acción perenne del espíritu divino. A través del deseo, como de un rastro sublime, podía descubrir reflejada la voluntad de Dios. Más aún. El deseo no era sólo el reflejo, era la revelación de la fuerza y del amor de Dios. Dios, escribía Ignacio a san Francisco de Borja, va «con la una mano llevando y presentando los tales deseos y con la otra con crecida diligencia obrando en ellos y con ellos en su mayor honor y gloria”. En el deseo percibía Ignacio la eclosión del amor, el modo cómo Dios se hacía presente en uno. No hay nada más parecido al Espíritu que el deseo. Por todo ello los deseos testifican al santo la presencia y la asistencia continua de Dios. Como escribía a Diego Hurtado de Mendoza, basta «representar a nuestro sapientísimo Padre y Señor nuestro» los «deseos», para «mucho quietarnos con lo que viniere de su mano, haciendo cuenta que pues ni le falta voluntad ni poder para darnos lo que más nos conviene, que lo dará» . Dios obraba en los deseos de modo especial. Cuando Ignacio se sentía «lleno de deseos» se sentía «lleno de Dios». Fuerte en la debilidad Ignacio se sentía fuerte cuando vibraba intensamente movido por la fuerza de los deseos, pero débil cuando tenía que obrar por su cuenta. «Sintiendo… los deseos mucho subidos y las fuerzas tan bajas”. Contrasta la confianza ciega que tiene en los deseos con lo limitado que se sentía en su voluntad. Es ésta, sin duda, otra dimensión juvenil de la espiritualidad ignaciana. Sentirse débil, imperfecto, es de todos, pero sentirse fuerte en la debilidad propia, seguir trabajando, sintiéndose sin fuerzas es algo típicamente ignaciano, es un elemento esencial de su dinamismo espiritual de vigencia extraordinaria en nuestro tiempo en que por la necesidad de contar con muchos medios para poder trabajar y por la complejidad de la problemática se siente más que nunca la mordedura de nuestra impotencia. Reconocía Ignacio humildemente que él correspondía «con mucha negligencia y 7 imperfección» y llega a escribir con impresionante sinceridad. «Yo para mí me persuado que antes y después soy todo impedimento”. Este sentimiento de impotencia no le bloqueaba. Pocos rasgos más típicamente propios de la audacia juvenil. Le basta «hacer según nuestra fragilidad lo que podamos y el resto queramos dejarlo a la divina Providencia a quien toca”. De este modo se irá «supliendo con la fortaleza de su gracia la fragilidad de la natura». La «fragilidad» de la acción se contrapone a la fuerza de los deseos. En éstos obraba Dios, en la acción él mismo. Unidos deseos con obras, haciendo según «su fragilidad» lo que el Señor le hacía desear, cumpliría la voluntad divina. Dios «suplía» lo que le faltaba a él. «Haciendo lo poco que podamos, Dios nuestro Señor suplirá el resto según el estilo de su Divina Providencia”. Generosidad sin límites Otro de los rasgos más propios y típicos de todo joven y más necesario para transformarse y adaptar la espiritualidad, un espíritu de generosidad sin límites. Todos los autores que han escrito sobre el Santo han puesto de relieve de un modo o de otro su espíritu generoso. Es inútil que me detenga aquí a probarlo. Basta recordar su existencia. No puede faltar en la silueta de la espiritualidad ignaciana de hoy. Con todo, quiero brevemente llamar la atención sobre una de las consecuencias de esta generosidad. Ignacio tuvo siempre un ansia incoercible del «más». Siempre desea hacer más. Lo específico suyo no es tanto lo que realiza, sino el anhelo interno que le devora en la acción. Hace mucho «pero desearía, si Dios fuera servido, poder más de lo que pueda”, crecer sin cesar en espíritu «de día en día», «más cada día», «de bien en mejor”. Nunca se queda a mitad de camino. Va a las últimas consecuencias. Sólo dos muestras. La primera, la radicalidad con que lleva todo. Hasta 43 veces dice en las Constituciones que hay que darse «enteramente» o de modo entero. La segunda, su exigencia de renuncia. Podía parecer a primera vista menos juvenil esta nota, pero no lo es si se va a la raíz, a la razón de ser de la renuncia ignaciana: jugárselo todo por Cristo. Ignacio quiere evitar los fallos que pueden sobrevenir si uno no se encuentra en forma o está distraído en mil cosas accidentales. Quiere que se siga a Cristo de modo auténtico. Nadie puede seguir un ideal sin renunciar a lo que se opone a su consecución. Amar a una persona implica aborrecer los enemigos que combaten contra ella. Sin un espíritu de 8 generosidad es imposible llegar a esta radicalidad y a la renuncia total. Pero muchas veces no se renuncia a una cosa no por falta de generosidad, sino porque no se ve la razón de la renuncia. Al hombre de hoy le repugna realizar algo sin sentido. Pero, si ve que es necesario sacrificarse, lo hace con una generosidad impresionante. Para completar esta silueta recordemos lo que ya hemos dicho de la funcionalidad y tengamos presente lo que en seguida diremos de la eficiencia. Ignacio no se detiene en formas concretas de renuncia. Muestra su necesidad. Enardece el ánimo con la grandeza del ideal, llena el corazón del apasionante amor a Jesucristo, hace que uno se comprometa por su causa. No hay nadie que en estas circunstancias no sacrifique lo que sea, con tal de poder cumplir el objetivo propuesto. He aquí la clave de la capacidad de adaptación de la espiritualidad ignaciana. Es la capacidad propia del amor de encontrar formas y medios para realizar lo que lleva en su corazón. Sed de autenticidad y verdad Hemos dicho antes que Ignacio fue un anticonformista. Lo fue porque le devoraba una sed interna de verdad que le impedía abrazar algo que no llevase la garantía de la autenticidad. Si alguna actitud es propia de Ignacio y del joven de hoy es ésta de la verdad. «El fondo noble que constituía la base del carácter de Ignacio, su sentido innato de justicia, su ansia irreprimible de ser, como un nuevo caballero andante espiritual, el defensor de los entuertos y agravios, están pregonando esta propiedad ínsita en lo más hondo de su persona» . Esta ansia de verdad era la que hacía buscar siempre el sentimiento íntimo de cada cosa, de servirse de las cosas en cuanto le ayudaban para el fin para el que estaban hechas. No hay que mirar «la propia consolación o satisfacción, sino lo que es más conveniente”. La gran verdad era que Dios le había elegido para una misión y le había dado los medios necesarios para realizarla: de todo orden, sobrenaturales y naturales. Ignacio no se pertenecía a sí, sino a Dios que dirigía su actividad, quien «por la su inmensa y acostumbrada gracia» no puede menos de «tener especial providencia de nosotros y de nuestras cosas o por mejor decir de las suyas, pues las nuestras no buscamos en esta vida”. Dios «como Criador» da los medios naturales, y como autor de la gracia» los sobrenaturales. Ignacio no puede menos de usar todo lo que Dios le comunica. Esta sincronización entre el valor de las cosas y el modo de realizarlas rectamente, conforme a las exigencias de su 9 conciencia, culminaba necesariamente en una realización eficiente. La praxis eficaz, valor supremo para el joven de hoy que quiere, ante todo y sobre todo, realizaciones, era la consecuencia obvia de la postura ignaciana de autenticidad. Ignacio movido por estos resortes buscaba siempre los medios en verdad eficaces. Descubría la función de cada realidad, y funcionalidad quiere decir eficiencia. Espiritualidad para tiempos de crisis Este rápido recorrido de los elementos esenciales de la espiritualidad ignaciana nos ha hecho ver la capacidad de adaptación que posee. Pero esta capacidad, como sucede con todos los elementos, se puede realizar de modo más o menos perfecto en unas u otras circunstancias. Ahora bien, el momento mejor para que la espiritualidad ignaciana pueda desarrollar su fuerza ingénita es el tiempo de crisis. Ignacio vivió en uno de los tiempos más agudos de crisis de la historia. Sus soluciones han de tener necesariamente una validez mayor en tiempos similares a los contemplados en la gestación de su espiritualidad, aun que, lo repetiremos, su dinámica interna es tan rica, sus perspectivas tan amplias que valen para todos los tiempos. ¿Cuál fue la solución proyectada por Ignacio para vencer la crisis y, por consiguiente, cuál es el punto de entronque entre su espiritualidad y las exigencias de los hombres envueltos en climas angustiosos? Porque en el siglo XVI, como sucede en los tiempos difíciles, se fueron multiplicando las recetas más o menos mágicas. Cada uno tenía una solución a punto. Recordemos las principales dentro del campo católico para entender mejor el dinamismo encerrado en la clave elegida por Ignacio. Carafa tremolaba la bandera del más puro rigorismo. Contarini, en cambio, patrocinaba una política de condescendencias mutuas. Melchor Cano se agarraba con todas sus fuerzas a la roca de la tradición. Los patrocinadores del Divino Amore, de las Congregaciones benedictinas, de los clérigos regulares, los escritores de libros espirituales a lo Maestro Ávila o Fray Luis de Granada buscaban la renovación privada del individuo como base de la reforma de la sociedad. Procuraban vigorizar el espíritu con la intensificación de la práctica de los sacramentos y el ejercicio asiduo de la oración mental. 10 Conversión, libertad, amor Ignacio se sirvió de estos medios de renovación, pero, inconformista, lleno de su sed característica de autenticidad no quiso apoyarse en nada externo, ni estar a merced de elementos contingentes. No quiso dar recetas particulares para peligros determinados, ni medios concretos para soluciones determinadas. Fue a la raíz de los males y buscó el remedio radical: la renovación total del hombre. Supo aislar al hombre de las contingencias determinadas en que se encontraba y llegar al fondo mismo de su ser. Lo observó en su realidad existencial, profunda. Descubrió pronto que los dos grandes problemas de todos los tiempos, los que afectan a la misma naturaleza del hombre, independientes del ambiente en que se encuentre, son el de la libertad y el del amor. Enseñar el recto uso de la libertad y del amor era dar la respuesta justa a la problemática eterna que anida en el fondo del hombre, de todo hombre, pero más del que se encuentra en estado de agitación y lucha. Los innovadores se presentaban como los liberadores de la opresión dictatorial de la Iglesia. Lutero señaló su táctica en el mismo título de uno de sus más famosos libros: «De la cautividad de Babilonia». La Iglesia encadenaba a los cristianos con el despotismo de su autoridad y la interferencia de los sacramentos. Proponía como lema programático: devolver a los hombres la verdadera libertad religiosa. Nada ni nadie se puede interponer entre Dios y el hombre. Ignacio se planteó también el mismo problema, el del uso recto de la libertad. Dio la solución justa en los Ejercicios. Primero va enseñando el modo de liberarse de las opresiones externas e internas, de las afecciones desordenadas y de las causas externas oprimentes. Después va creando una mentalidad de liberación y formando actitudes liberadoras. Coloca al ejercitante en la órbita recta para juzgar del valor de las realidades. Crea una exigencia progresiva de liberación. Lo mismo tenemos que decir del amor. El santo con su realismo característico va mostrando los males que vienen del abuso del amor. Las dos fuentes principales que lo desvirtúan son el apego de las riquezas y el desenfreno libertino de la concupiscencia. Pero no se contenta con señalar los peligros y sus remedios. Educa al ejercitante en el recto uso de las riquezas, le orienta en sus afecciones, centra su vida afectiva en el verdadero amor. Todavía hay algo más ignaciano y más juvenil. Esta ordenación de la libertad y del amor no la realiza Ignacio a través de lecciones teóricas, sino provocando una crisis, poniendo al ejercitante en estado 11 de agitación y de tensión hasta el punto que en la anotación 6ª indica al director que si ve que el ejercitante no siente «algunas mociones espirituales en su ánima así como consolaciones o desolaciones, ni es agitado de varios espíritus, mucho le debe interrogar cerca los ejercicios si los hace a sus tiempos determinados». El ejercitante necesita ponerse en estado de crisis para solucionar la crisis. Táctica que puede parecer sorprendente, pero que revela la fuerza juvenil de la dinámica ignaciana. Crecimiento continúo Estamos contemplando cómo maduraba, crecía espiritualmente Ignacio, el vigor y lozanía de los factores que provocaban este desarrollo: un sentido profundo de la libertad interior que creaba el clima apto para el desenvolvimiento de las energías vitales; un respeto sumo a la conciencia que le liberaba de toda presión, le hacía buscar el sentido y la función de cada elemento en forma dinámica existencial; un estar siempre abierto a toda eventualidad sin situarse nunca en ninguna determinada posición; un servirse de la fuerza innata del deseo pero sin desanimarse ante su debilidad, al contrario sintiéndose fuerte en Dios que llevaba; una tensión interna que le estimulaba a buscar siempre más, a darse generosamente a todo sin límites algunos, a no tener miedo a las últimas consecuencias, estando dispuesto a renunciar a todo lo que impedía el recto desarrollo, una postura de autenticidad y verdad. Son factores que se entrecruzan y condicionan mutuamente, que no se pueden separar en la realidad. En cierto sentido todos están presentes en cada momento del desarrollo, de la maduración. Varias de las formas son manifestaciones diversas de una misma realidad de fondo. No hay términos adecuados para describir la vida. Por ello hemos intentado, aún a riesgo de volver sobre un mismo punto varias veces, iluminar en los contextos más varios la única realidad; el modo como iba madurando Ignacio. Y volvemos una vez más para que no se nos escape lo sustantivo, lo medular. Todos estos factores fueron provocando la maduración. Pero lo verdaderamente decisivo es el hecho en sí: que Ignacio se desarrollaba, crecía. Su espiritualidad es una espiritualidad dinámica, vital. Porque está en desarrollo, en crecimiento continuo. Crecer, desarrollarse: la aspiración suma de todo joven, el anhelo de Ignacio. «Constantemente perseveréis y crezcáis en su servicio”. En la carta llamada «De la Perfección», carta 12 escrita a jóvenes, está continuamente provocando esta ansia de crecimiento. No deja «de dar espuelas aun a los que corren de vosotros». «Lo que en otros no sería poco, lo sería en vosotros». «Póngase delante cada uno… los más estrenuos y diligentes». «Olvidáos de lo de atrás, extendéos con S. Pablo a lo mucho que os queda de andar en la vía de la virtud». Corred «con más prontitud que los hijos de esta tierra». «Vale más un acto intenso que mil remisos». Quiere «hacer correr más a quien poco corriese”. Ignacio no se cansa de señalar la necesidad «de atender en crecer en el servicio divino y camino de la perfección”. Como escribíamos en otra parte: «Llama la atención el empeño que pone San Ignacio en el continuo crecimiento espiritual». «La perseverancia para el santo queda incluida en esta nota de aumento continuo. En vez de insistir en recomendaciones generales, abstractas, va suavemente llevando al alma al camino que le ha de dejar en las alturas de la santidad y va haciendo que avance en é1 sin desalentarse ni pararse… Nada considera más eficaz para perseverar que el continuo caminar y el crecer sin cesar”. Hacia el hombre nuevo ¿Hasta dónde se extiende este desarrollo, hasta cuándo se puede crecer? En el orden físico se llega a un momento de culminación al que sigue la regresión o inhibición. En el orden sobrenatural se puede ir creciendo «cada día más» sin cesar. Dios «ayudará como lo ha hecho y mejor”. «Cada día parece que Dios nuestro Señor da aumento de gracia y de virtud”. La tensión del «más» como fuerza motriz va dando en cada momento el impulso necesario y neutralizando el desgaste de la marcha. Para decirlo en otros términos. Para San Ignacio siempre se está en estado, de juventud. El no crecer es señal de muerte. No hay momento en que la dinámica interna no tenga la virtualidad de evolucionar. Es algo innato a ella. No es algo accesorio, adjetivo. Es lo más sustantivo, lo más esencial. Si se está siempre en crecimiento, en maduración, nunca se llega a una meta fija, nunca se madura del todo. El Ignacio «perfecto y santo varón» de que hablamos en las primeras líneas, nunca se dio en su dimensión más absoluta. Siempre pudo haber sido más perfecto y santo varón. Por ello no podemos señalar ninguna meta más que Dios trascendente en su ser. Pero sí podemos especificar el ideal a dónde se ansía llegar, el ansia interna que va continuamente estimulando el crecimiento. Es el anhelo de perfeccionarse, de madurar. Se siente insatisfecho en el estado en 13 que se encuentra. La sed de autenticidad, el inconformismo, el ser útil van incitando a ser otro hombre, a ser si fuese posible un hombre nuevo. «Cambiaros en otro hombre”, deseaba Ignacio a Núñez Barreto, y es lo que en el fondo de su ser anhela todo joven. Ser siempre distinto, poder más, estar en continuo estado de evolución: he aquí el ansia juvenil, la raíz de la dinámica ignaciana. Es una transformación del ser continua que se va obrando inconscientemente. Ignacio en su Autobiografía va describiendo el modo cómo Dios le fue transformando, le fue madurando. Nos servirá de módulo para entender de alguna manera ese anhelo profundo de todo ser que forma el ideal oculto y sublime que dirige esta evolución, la meta a la que se tiende sin cesar. «Se le abrieron los ojos”. Es el primer efecto de esta evolución. Ver todo a una nueva luz, a la luz de Dios. Se realiza la clarificación suma. Se ve Dios, el mundo, la vida de modo nuevo. «Le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto”. Es verdad que se describe con estas palabras el fenómeno místico y extraordinario de la ilustración del Cardoner, algo que no corresponde a un crecimiento normal, sino a un estirón completamente especial. Pero si prescindimos del modo extraordinario, tenemos aquí algo muy real: la transformación efectiva de criterios que se realiza. El juzgar todo con criterios nuevos es uno de los efectos más propios de los Ejercicios. Era precisamente ésta la transformación que obraban los Ejercicios en los primeros ejercitantes. Como escribíamos en la Historia de los Ejercicios: La «frecuencia de sacramentos y el intensificar la oración mental eran más bien medios para conservar y consolidar otro fruto más íntimo y radical, el profundo cambio que se operaba en todo el individuo… No era un mero intensificar las prácticas de vida espiritual ya habituales en el individuo, no era avanzar en la misma línea, era cambiar de dirección, situarse en un plan distinto. Sus ideas, sentimientos, prácticas giran en adelante en torno a una concepción nueva de vida. Aquella generación que vivía en un siglo humanista, para expresar la transformación obra da en los Ejercicios emplea una expresión muy significativa… se encuentran ahora como si hubieran vuelto a nacer: se sienten otro hombre o, como se expresa Borja en 1546, «al fin casi volviéndose un hombre espiritual y bendito”. Un nuevo corazón. Ignacio ama de una manera distinta y a objetos distintos al principio de su vida y al fin de ella. En Loyola «algún tanto se aficionaba» a Cristo y a los santos. Después el amor de Cristo llenó su ser. Se realizó en é1 lo que decía en general. «El peso del ánima que es el amor» se volcó a amar a Dios y a todo en Dios”. Jesucristo 14 era el que «viviendo en nuestras ánimas» poseía y regía «todos nuestros juicios y voluntades”. Se realizó en Ignacio el cambio de las disposiciones efectivas que se pregonan en los Ejercicios y el ideal de la contemplación para alcanzar amor. «En todo amar y servir a su divina Majestad”. Un nuevo ser. Ignacio expresó esta transformación la más profunda posible en una metáfora muy gráfica. Su «salud» era Jesucristo. La salud, el funcionamiento recto de su ser, provenían, más que de su vida física, de Jesucristo. No se puede imaginar transformación mayor. Le hacía hombre nuevo, otro hombre. Todo esto refleja más que una meta plenamente adquirida, un ansia fruto de muchas metas parciales ganadas. Lo importante era «no perder esa salud y vida, Jesucristo». Con él «se inflama en amor» el alma. El deseo de los hombres es gozar de plena salud. El de Ignacio, «no desear otro que Cristo”. El trato con Jesucristo deja esa sensación de bienestar y provoca la facilidad de operaciones que produce la buena salud en el organismo. Una actitud tal produce la mayor transformación de lo más profundo del ser. «En la fragua del eterno amor de Dios nuestro Criador y Señor se consume toda nuestra malicia enteramente» de modo que quedan «las voluntades del todo conformadas» o más bien «transformadas”. Todo esto refleja a la vez la fuerza del cambio, la dirección en que se realiza, el modo con que se efectúa. Porque se está siempre en estado de juventud, de evolución, se está continuamente en estado de elección. Cada cambio supone una opción. La espiritualidad ignaciana no sólo posee esta capacidad de evolución, señala la manera exacta de realizarla. Ignacio da esta luz en las reglas de discernimiento de espíritus. Se da también aquí algo singular: la integración de la juventud en la madurez. ‘La experiencia continua de Ignacio, la reflexión sobre los cambios de su vida y las reacciones consiguientes fueron madurando la formulación de los principios de discernimiento. Es decir, que lo que fue madurando a Ignacio es lo que constituye la clave de su juventud espiritual permanente, el estar siempre en búsqueda de la identidad personal. La madurez ignaciana no se puede separar de la juventud espiritual. Está en la relación de fruto a semilla, pero de fruto que a su vez produce nuevas semillas, que va en gestación continua madurando y volviendo a expansionarse. Es verdad que toda auténtica espiritualidad, que se basa en el Evangelio, en Cristo «verdad y vida», no puede menos de realizar esta transformación vital, de tener esta acomodación continua de adaptación. Pero aquí nosotros no hablamos de otras espiritualidades, hablamos sólo, por imperativo, de la espiritualidad ignaciana. Esperamos que las páginas que preceden hayan mostrado de qué manera, a través del sustrato juvenil permanente, resulta actual la espiritualidad ignaciana