El pueblo paraguayo se ha desbordado en la visita del Papa Francisco. Muchísimo entusiasmo. Calles abarrotadas. Gritos de alabanza y esperanza. Alegrías desbordadas.

Este pueblo marginado, desperanzado, ha inchado con frenesí sus pulmones enfermos al llegarle aires limpios, con intensa fragancia a esperanza. Pueblo sin horizontes de futuro, ante el que se despejaron los negros nubarrones y aparecieron claros maravillosos de luz.
En Francisco se ha manifestado la sonrisa de Dios. Presencia luminosa que aclara tinieblas. Bálsamo divino para cuerpos doloridos. Caricia para heridas mal cicatrizadas…
Ovejas con mediocres pastores que de pronto vislumbran un buen pastor, que les comprende y les muestra un camino nuevo de dignidad. Este pueblo sin jefes, sin líderes, desorientado,  aclamó entusiasmado al Buen Pastor que pasó entre ellos. Pueblo tantas veces maldecido que pedía a gritos bendiciones.
He vivido la visita del Papa en medio de los bañadenses. Los ojillos de las viejitas brillaban de emoción. Los niños de las escuelas de Fe y Alegría gritaban con entusiasmo. Los jóvenes se ponían de pie. Todos querían ver y tocar con ilusión a la Esperanza.
Los bañadenses al menos hemos tenido nuestro chance. Pero al mayor grupo humano de este país, los campesinos, no se les dio oportunidad de exponer sus problemas ante Francisco. Ellos lo pidieron reiteradamente. Pero el Nuncio los marginó, secundando los cantos de sirena del Gobierno, empeñado en pintar de rosa la visita papal. En este país, tan profundamente agrícola, la voz del campesinado era clave, pero peligrosa. Ellos podían descubrir las raíces corruptas de esta sociedad. Por eso se les ninguneó para que no contaran sus problemas y el Papa les pudiera contestar. Pero él en sus dos cartas ya habían denunciado con claridad los mecanismos con que funciona el gobierno actual: apoyo incondicional a la acumulación del capital agrario, sin importar para nada la creciente marginación y pauperización del campesinado.
A la semana del paso fulgurante del Papa por nuestro país, para muchos sólo quedan alegres recuerdos. ¿Fue un mero sueño? ¿Una ilusión?
La esperanza se desdibuja pronto. El calorcito del consuelo se reduce a rescoldos. Bajamos de las nubes y nos damos cuenta de que nuestros pies siguen pisando lodo. Acá los malos olores de la basura continúan persiguiéndonos. Y de madrugada los gancheros tienen que volver a Cateura en busca de desechos para vivir… Y mucha gente sigue sin trabajo. Y sueldos congelados. Y de nuevo el hambre…
¿Cómo encauzar los consuelos recibidos? ¿Cómo aterrizar la esperanza? A la hora de la verdad nos encontramos desatinados. Llevamos tanto tiempo desorientados…
Quizás algunos miraron al Papa como a un mago. Pero él no traía soluciones concretas escondidas bajo la manga. El repartió lo que tenía: semillas de consuelo y esperanza. Nosotros somos el terreno donde tienen que germinar esas semillas, que debemos saber cultivar para que lleguen a producir justicia y paz.
Francisco nos dejó la buena honda de su testimonio realista y positivo de buen pastor. Obispos y sacerdotes somos los primeros llamados a asimilar sus actitudes, tan profundamente evangélicas. Las hambrunas de nuestro pueblo nos espolean. Hambre de dignificación, de tierra, techo y trabajo.
Tenemos que leer y meditar asiduamente los discursos de Francisco de forma que asimilemos sus actitudes. No condenas, sino alabanzas; no muros, sino puentes… No capataces, sino pastores. No descarte, sino inclusión. Olor a oveja, y no a wiski. Esperanza en los movimientos de base; propiciar cambios no impuestos desde arriba sino fruto de conversión que busca otro modelo de sociedad y otro estilo de relación con la naturaleza.
Y trás las enseñanzas de Francisco, volver con insistencia a los Evangelios, a Cristo Jesús, fundamento firme de toda esperanza.

Por: José L. Caravias sj
Jesuitas del Paraguay