Tuve la suerte de participar en el Encuentro de Hermanos en Formación de América Latina. Fue una experiencia entusiasmante que me dejó lleno de esperanza y me ha provocado una reflexión que me gustaría compartirles.

Sabemos que la Compañía nació sin Hermanos. San Ignacio vivió una teología pretridentina conmocionada por los aires de la Reforma e iluminada por la presencia de grandes místicos. Concibió la Compañía como una caballería ligera al servicio del Papa. Una vida religiosa sin grandes instituciones monásticas, de misioneros itinerantes.

Pero pronto comprendió que estos apóstoles de gran movilidad necesitaban una comunidad de referencia y un apoyo para ser más eficaces en su trabajo. Necesitaba casas de formación, atención a enfermos y envejecientes, centros de irradiación de la acción apostólica.

Al mismo tiempo aparecían quienes querían unirse a la misión de la naciente Compañía para apoyar el trabajo de sus miembros. Los hermanos Eguía son el ejemplo clásico. Ellos fueron los primeros coadjutores, espiritual y temporal. Ellos representaron el ancla de estabilidad para los que discurrían por el mundo en actividad misionera. En vida de San Ignacio los coadjutores temporales fueron pocos. Apenas llegaron a trece. En el generalato de Francisco de Borja habían aumentado significativamente para el servicio de colegios e instituciones.

Es bueno situarnos en el contexto de la época. El trabajo doméstico en las grandes instituciones era resuelto mayoritariamente con siervos y esclavos. A nivel familiar por el trabajo femenino. En las instituciones monásticas se creó el servicio de los Hermanos, frailes consagrados a estos servicios como apoyo a la labor apostólica sacerdotal.

Recordemos que en lo que es hoy Italia, en 1550, el 82% de la población era analfabeta. Pero eso no impedía que fueran excelentes técnicos o artistas. Pronto la Compañía descubrió en la vocación misionera de muchos Hermanos su capacidad de un nuevo protagonismo. En las Reducciones el Hermano jesuita era con frecuencia el educador y organizador comunitario. Fueron administradores, educadores, artesanos y artistas, técnicos, evangelizadores.

Hoy en América Latina, en todos los países, la cobertura escolar está por encima del 90% de la población en edad escolar. Todos los países están trabajando ya no sólo cobertura, sino también calidad de la educación. Los jóvenes que descubren su vocación vienen con frecuencia con un título universitario.

La eclesiología del Vaticano II ha revalorizado el papel del laico en la Iglesia. No sólo como apoyo a la actividad evangelizadora del sacerdote, sino como evangelizador desde el sacerdocio común de los fieles. Cada vez es más frecuente el joven que siente el llamado a la Compañía sin unirlo a la vocación sacerdotal. Jóvenes que sienten una vocación laical para ser jesuita. Y se sorprenden cuando un promotor vocacional les dice ¿y por qué no sacerdote? El sacerdocio no se ve como una vocación superior, sino diferente.

La Iglesia del Vaticano II pasa por un nuevo protagonismo del laicado y por una reducción del protagonismo y el número de los clérigos. No es una desvalorización del sacerdocio ministerial. Pero sí una nueva valoración de la vocación laical. Esta nueva visión de la vocación de Hermano nos ayuda a valorar el elemento de vida religiosa también presente, pero menos evidente, en la vocación sacerdotal.

A comienzos del siglo XX, en el año 1900, los Hermanos eran más de la cuarta parte de los jesuitas (26.17%). Hoy son menos del 10% (8.3% en 2012). Pero quizá este nuevo estilo de Hermano nos anuncia la posibilidad de un nuevo crecimiento.

Pero supondría de nuestra parte una visión nueva de la vocación de jesuita Hermano, menos limitada en sus funciones, más centrada en la nueva manera de sentirnos colaboradores en la misión común, con más énfasis en la vida comunitaria (la fraternidad de Hermanos), más acorde con la eclesiología del Vaticano II.

Jorge Cela, SJ