MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO

PARA LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2014

A)    RESUMEN DEL MENSAJE: (Mons. José Grullón)

 

LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ

El Papa Francisco nos desea una vida llena de alegría y de esperanza para ello nos invita a la FRATERNIDAD.

 

1.- ¿Dónde está tu hermano? Tengo que saber de los pasos de mi hermano, que nadie se nos extravíe. El otro no es un desechable. La carencia de los otros es el fruto de mi abundancia, de mi egoísmo

 

2.- Fraternidad y traición luchan juntos: Caín mató a su hermano.

  • La búsqueda insaciable de los bienes materiales empobrecen las relaciones interpersonales y comunitarias
  • No alce la mano contra tu hermano,
  • No acudir nunca a la confrontación, a las hostilidades
  • La corrupción y el crimen va contra la fraternidad

 

3.- “Todos ustedes son hermanos” Mt.23,8.

  • La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Nos necesitamos unos a los otros.
  • « Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se aman unos a otros » (Jn 13,34-35).
  • El desprendimiento y el estilo de vida sobrio, para servir a mi hermano.
  • Los bienes de la tierra alcanzan para todos, si somos hermanos.
  • La fraternidad extingue la guerra.

 

 

B)    TEXTO DEL MENSAJE

 

LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ

1. En este mi primer Mensaje para la Jornada

Mundial de la Paz, quisiera desear a todos,

a las personas y a los pueblos, una vida llena de alegría

y de esperanza. El corazón de todo hombre y

de toda mujer alberga en su interior el deseo de una

vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble

de fraternidad, que nos invita a la comunión con los

otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes,

sino hermanos a los que acoger y querer.

De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial

del hombre, que es un ser relacional. La viva

conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver

y a tratar a cada persona como una verdadera hermana

y un verdadero hermano; sin ella, es imposible

la construcción de una sociedad justa, de una

paz estable y duradera. Y es necesario recordar que

normalmente la fraternidad se empieza a aprender

en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades

complementarias de cada uno de sus

miembros, en particular del padre y de la madre. La

familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso

es también el fundamento y el camino primordial

para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al

mundo con su amor.

El número cada vez mayor de interdependencias

y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro

planeta hace más palpable la conciencia de que todas

las naciones de la tierra forman una unidad y

comparten un destino común. En los dinamismos

de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades

y culturas, vemos sembrada la vocación de

formar una comunidad compuesta de hermanos que

se acogen recíprocamente y se preocupan los unos

de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en

un mundo caracterizado por la “globalización de

la indiferencia”, que poco a poco nos “ habitúa” al

sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos,

contradicen y desmienten esa vocación.

En muchas partes del mundo, continuamente se

lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales,

sobre todo el derecho a la vida y a la libertad

religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres

humanos, con cuya vida y desesperación especulan

personas sin escrúpulos, representa un ejemplo

inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos

armados se suman otras guerras menos visibles,

pero no menos crueles, que se combaten en el campo

económico y financiero con medios igualmente

destructivos de vidas, de familias, de empresas.

La globalización, como ha afirmado Benedicto

XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos.

 

1 Además, las numerosas situaciones de desigualdad,

de pobreza y de injusticia revelan no sólo

una profunda falta de fraternidad, sino también la

ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas

ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo,

egocentrismo y consumismo materialista,

debilitan los lazos sociales, fomentando esa

mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y

al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados

“inútiles”. Así la convivencia humana se

parece cada vez más a un mero do ut des pragmático

y egoísta.

Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas

contemporáneas son capaces de generar vínculos

auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad

privada de la referencia a un Padre común,

como fundamento último, no logra subsistir.2 Una

verdadera fraternidad entre los hombres supone y

requiere una paternidad trascendente. A partir del

reconocimiento de esta paternidad, se consolida la

fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse

“prójimo” que se preocupa por el otro.

 

« ¿Dónde está tu hermano? » (Gn 4,9)

2. Para comprender mejor esta vocación del hombre

a la fraternidad, para conocer más adecuadamente

los obstáculos que se interponen en su realización

y descubrir los caminos para superarlos, es

fundamental dejarse guiar por el conocimiento del

designio de Dios, que nos presenta luminosamente

la Sagrada Escritura.

Según el relato de los orígenes, todos los hombres

proceden de unos padres comunes, de Adán y

Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza

(cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En

la historia de la primera familia leemos la génesis de

la sociedad, la evolución de las relaciones entre las

personas y los pueblos. Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad

profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en

la diversidad de su actividad y cultura, de su modo

de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el

asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia

trágicamente del rechazo radical de la vocación a

ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en

evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados

todos los hombres, vivir unidos, preocupándose

los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección

de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de

su rebaño —« el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda,

pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda » (Gn

4,4-5)—, mata a Abel por envidia. De esta manera,

se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse

positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo

sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro.

A la pregunta « ¿Dónde está tu hermano? », con la

que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por

lo que ha hecho, él responde: « No lo sé; ¿acaso soy

yo el guardián de mi hermano? » (Gn 4,9). Después

—nos dice el Génesis— « Caín salió de la presencia

del Señor » (4,16).

Hemos de preguntarnos por los motivos profundos

que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo

de fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad

y de comunión que lo unía a su hermano Abel.

Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia

con el mal: « El pecado acecha a la puerta »

(Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y

decide igualmente alzar la mano « contra su hermano

Abel » (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios.

Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios

y a vivir la fraternidad.

El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad

lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad,

pero también la dramática posibilidad de su

traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano,

que está en el fondo de tantas guerras e injusticias:

muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos

y hermanas que no saben reconocerse como

tales, es decir, como seres hechos para la reciprocidad,

para la comunión y para el don.

 

« Y todos ustedes son hermanos » (Mt 23,8)

3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y

las mujeres de este mundo podrán corresponder alguna

vez plenamente al anhelo de fraternidad, que

Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo

con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo

y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan

a los hermanos y hermanas?

Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar

así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya

que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes

son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está

enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de

una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente

ineficaz, sino de un amor personal, puntual y

extraordinariamente concreto de Dios por cada ser

humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto,

que genera eficazmente fraternidad, porque el amor

de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente

más asombroso de transformación de la existencia y

de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres

a la solidaridad y a la reciprocidad.

Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada

en y por Jesucristo con su muerte y resurrección.

La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda

la fraternidad, que los hombres no son capaces

de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido

la naturaleza humana para redimirla, amando

al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz

(cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye

en humanidad nueva, en total comunión con la

voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende

la plena realización de la vocación a la fraternidad.

Jesús asume desde el principio el proyecto de

Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas.

Pero Cristo, con su abandono a la muerte por

amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo

para todos nosotros, llamados a reconocernos

hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la

misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación

del hombre con Dios y de los hermanos entre

sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada

la separación entre pueblos, entre el pueblo

de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de

esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a

los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta

a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los

hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha

hecho uno solo, derribando el muro de separación

que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo

un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola

humanidad (cf. 2,14-16).

Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce

a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él,

amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado

ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia,

siente el llamado a vivir una fraternidad abierta

a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado

como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana,

no como un extraño, y menos aún como un contrincante

o un enemigo. En la familia de Dios, donde

todos son hijos de un mismo Padre, y todos están

injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas

descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad.

Todos son amados por Dios, todos han sido

rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y

resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que

no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte

de los hermanos.

 

La fraternidad, fundamento y camino para la paz

4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender

que la fraternidad es fundamento y camino para

la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores

aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría

recuperar las definiciones de paz de la Populorum

progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis

de Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el

desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la paz.

En la segunda, que la paz es opus

solidaritatis.4

Pablo VI afirma que no sólo entre las personas,

sino también entre las naciones, debe reinar un espíritu

de fraternidad. Y explica: « En esta comprensión

y amistad mutuas, en esta comunión sagrada,

debemos […] actuar a una para edificar el porvenir

común de la humanidad ».5 Este deber concierne en

primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones

hunden sus raíces en la fraternidad humana y

sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto:

el deber de solidaridad, que exige que las naciones

ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber

de justicia social, que requiere el cumplimiento

en términos más correctos de las relaciones defectuosas

entre pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber

de caridad universal, que implica la promoción

de un mundo más humano para todos, en donde todos

tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso

de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los

otros.6

Asimismo, si se considera la paz como opus solidaritatis,

no se puede soslayar que la fraternidad

es su principal fundamento. La paz —afirma Juan

Pablo II— es un bien indivisible. O es de todos o no

es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se asume

en la práctica, por parte de todos, una « determinación

firme y perseverante de empeñarse por el bien

común ».7 Lo cual implica no dejarse llevar por el

« afán de ganancia » o por la « sed de poder ». Es necesario

estar dispuestos a « ‘perderse’ por el otro en

lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo

para el propio provecho. […] El ‘otro’ —persona,

pueblo o nación— no [puede ser considerado] como

un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste

su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo

cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’

nuestro, una ‘ayuda’ ».8

La solidaridad cristiana entraña que el prójimo

sea amado no sólo como « un ser humano con sus

derechos y su igualdad fundamental con todos »,

sino como « la imagen viva de Dios Padre, rescatada

por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción

permanente del Espíritu Santo »,9 como un hermano.

« Entonces la conciencia de la paternidad común

de Dios, de la hermandad de todos los hombres en

Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora

del Espíritu Santo, conferirá —recuerda

Juan Pablo II— a nuestra mirada sobre el mundo

un nuevo criterio para interpretarlo »,10 para transformarlo.

 

La fraternidad, premisa para vencer la pobreza

5. En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba

al mundo entero que la falta de fraternidad entre

los pueblos y entre los hombres es una causa importante

de la pobreza.11 En muchas sociedades experimentamos

una profunda pobreza relacional debida a

la carencia de sólidas relaciones familiares y comunitarias.

Asistimos con preocupación al crecimiento

de distintos tipos de descontento, de marginación,

de soledad y a variadas formas de dependencia patológica.

Una pobreza como ésta sólo puede ser superada

redescubriendo y valorando las relaciones

fraternas en el seno de las familias y de las comunidades,

compartiendo las alegrías y los sufrimientos,

las dificultades y los logros que forman parte de la

vida de las personas.

Además, si por una parte se da una reducción de

la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar

de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa,

es decir, de las desigualdades entre personas y

grupos que conviven en una determinada región o

en un determinado contexto histórico-cultural. En

este sentido, se necesitan también políticas eficaces

que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando

a las personas —iguales en su dignidad y en

sus derechos fundamentales— el acceso a los « capitales

», a los servicios, a los recursos educativos,

sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan

la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de

vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.

También se necesitan políticas dirigidas a atenuar

una excesiva desigualdad de la renta. No podemos

olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la

llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito,

como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso

necesario, « que el hombre posea cosas propias »,12

en cuanto al uso, no las tiene « como exclusivamente

suyas, sino también como comunes, en el sentido de

que no le aprovechen a él solamente, sino también a

los demás ».13

Finalmente, hay una forma más de promover la

fraternidad —y así vencer la pobreza— que debe estar

en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento

de quien elige vivir estilos de vida sobrios

y esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas,

consigue así experimentar la comunión fraterna

con los otros. Esto es fundamental para seguir

a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se

trata sólo de personas consagradas que hacen profesión

del voto de pobreza, sino también de muchas

familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente

que la relación fraterna con el prójimo

constituye el bien más preciado.

 

El redescubrimiento de la fraternidad en la economía

6. Las graves crisis financieras y económicas —que

tienen su origen en el progresivo alejamiento del

hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable

de bienes materiales, por un lado, y en el

empobrecimiento de las relaciones interpersonales

y comunitarias, por otro— han llevado a muchos a

buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el

consumo y la ganancia más allá de la lógica de una

economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del

« peligro real y perceptible de que, mientras avanza

enormemente el dominio por parte del hombre sobre

el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales

de este dominio suyo, y de diversos modos su humanidad

quede sometida a ese mundo, y él mismo

se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a

veces no directamente perceptible, a través de toda

la organización de la vida comunitaria, a través del

sistema de producción, a través de la presión de los

medios de comunicación social ».14

El hecho de que las crisis económicas se sucedan

una detrás de otra debería llevarnos a las oportunas

revisiones de los modelos de desarrollo económico

y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual,

con graves consecuencias para la vida de las personas,

puede ser, sin embargo, una ocasión propicia

para recuperar las virtudes de la prudencia, de la

templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes

nos pueden ayudar a superar los momentos

difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo

más que desarrollar al máximo su interés individual.

Sobre todo, estas virtudes son necesarias para

construir y mantener una sociedad a medida de la

dignidad humana.

 

La fraternidad extingue la guerra

7. Durante este último año, muchos de nuestros

hermanos y hermanas han sufrido la experiencia

denigrante de la guerra, que constituye una grave y

profunda herida infligida a la fraternidad.

Muchos son los conflictos armados que se producen

en medio de la indiferencia general. A todos

cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror

y destrucción, les aseguro mi cercanía personal

y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar

la caridad de Cristo también a las víctimas inermes

de las guerras olvidadas, mediante la oración por la

paz, el servicio a los heridos, a los que pasan hambre,

a los desplazados, a los refugiados y a cuantos

viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para

hacer llegar a los responsables el grito de dolor de

esta humanidad sufriente y para hacer cesar, junto

a las hostilidades, cualquier atropello o violación de

los derechos fundamentales del hombre.15

Por este motivo, deseo dirigir una encarecida

exhortación a cuantos siembran violencia y muerte

con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano

y no alcen su mano contra él. Renuncien a la vía

de las armas y vayan al encuentro del otro con el

diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir

a su alrededor la justicia, la confianza y la esperanza.

« En esta perspectiva, parece claro que en la

vida de los pueblos los conflictos armados constituyen

siempre la deliberada negación de toda posible

concordia internacional, creando divisiones profundas

y heridas lacerantes que requieren muchos años

para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo

práctico al compromiso por alcanzar esas grandes

metas económicas y sociales que la comunidad internacional

se ha fijado ».16

Sin embargo, mientras haya una cantidad tan

grande de armamentos en circulación como hoy en

día, siempre se podrán encontrar nuevos pretextos

para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el

llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación

de las armas y al desarme de parte de todos,

comenzando por el desarme nuclear y químico.

No podemos dejar de constatar que los acuerdos

internacionales y las leyes nacionales, aunque son

necesarias y altamente deseables, no son suficientes

por sí solas para proteger a la humanidad del riesgo

de los conflictos armados. Se necesita una conversión

de los corazones que permita a cada uno reconocer

en el otro un hermano del que preocuparse,

con el que colaborar para construir una vida plena

para todos. Éste es el espíritu que anima muchas

iniciativas de la sociedad civil a favor de la paz, entre

las que se encuentran las de las organizaciones

religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos

siga dando fruto y que se pueda lograr también la

efectiva aplicación en el derecho internacional del

derecho a la paz, como un derecho humano fundamental,

pre-condición necesaria para el ejercicio de

todos los otros derechos.

 

La corrupción y el crimen organizado

se oponen a la fraternidad

8. El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo

integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones

de una persona, sobre todo si es joven, no se

pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la

esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos

confundir la ambición con la prevaricación.

Al contrario, debemos competir en la estima mutua

(cf. Rm 12,10). También en las disputas, que constituyen

un aspecto ineludible de la vida, es necesario

recordar que somos hermanos y, por eso mismo,

educar y educarse en no considerar al prójimo un

enemigo o un adversario al que eliminar.

La fraternidad genera paz social, porque crea un

equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad

personal y solidaridad, entre el bien de los individuos

y el bien común. Y una comunidad política

debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad.

Los ciudadanos deben sentirse representados

por los poderes públicos sin menoscabo de su

libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e

instituciones, se infiltran intereses de parte que de18

forman su relación, propiciando la creación de un

clima perenne de conflicto.

Un auténtico espíritu de fraternidad vence el

egoísmo individual que impide que las personas puedan

vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo

se desarrolla socialmente tanto en las múltiples

formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas,

como en la formación de las organizaciones

criminales, desde los grupos pequeños a aquellos

que operan a escala global, que, minando profundamente

la legalidad y la justicia, hieren el corazón

de la dignidad de la persona. Estas organizaciones

ofenden gravemente a Dios, perjudican a los hermanos

y dañan a la creación, más todavía cuando tienen

connotaciones religiosas.

Pienso en el drama lacerante de la droga, con la

que algunos se lucran despreciando las leyes morales

y civiles, en la devastación de los recursos naturales

y en la contaminación, en la tragedia de la

explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de

dinero así como en la especulación financiera, que a

menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores

para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo

a la pobreza a millones de hombres y mujeres;

pienso en la prostitución que cada día cosecha

víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes,

robándoles el futuro; pienso en la abominable trata

de seres humanos, en los delitos y abusos contra los

menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror

en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente

desatendida de los emigrantes con los

que se especula indignamente en la ilegalidad. Juan

XXIII escribió al respecto: « Una sociedad que se

apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse

de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres

se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados,

por el contrario, al progreso de la vida

y al propio perfeccionamiento ».17 Sin embargo, el

hombre se puede convertir y nunca se puede excluir

la posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría

que esto fuese un mensaje de confianza para todos,

también para aquellos que han cometido crímenes

atroces, porque Dios no quiere la muerte del pecador,

sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23).

En el contexto amplio del carácter social del hombre,

por lo que se refiere al delito y a la pena, también

hemos de pensar en las condiciones inhumanas de

muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda

reducido a un estado infrahumano y humillado en

su dignidad, impedido también de cualquier voluntad

y expresión de redención. La Iglesia hace mucho

en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces

en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más,

con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a

cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean

cada vez más apoyadas leal y honestamente también

por los poderes civiles.

 

La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar

la naturaleza

9. La familia humana ha recibido del Creador un

don en común: la naturaleza. La visión cristiana de

la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que

está inscrita en ella y usando sabiamente los recursos

en beneficio de todos, respetando la belleza, la

finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su

función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza

está a nuestra disposición, y nosotros estamos

llamados a administrarla responsablemente. En

cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia,

por la soberbia del dominar, del tener, del manipular,

del explotar; no custodiamos la naturaleza, no

la respetamos, no la consideramos un don gratuito

que tenemos que cuidar y poner al servicio de los

hermanos, también de las generaciones futuras.

En particular, el sector agrícola es el sector primario

de producción con la vocación vital de cultivar y

proteger los recursos naturales para alimentar a la

humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza

del hambre en el mundo me lleva a compartir con

ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de

la tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar

sobre la jerarquía en las prioridades a las que

se destina la producción. De hecho, es un deber de

obligado cumplimiento que se utilicen los recursos

de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las

iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no

se limitan al aumento de la producción. Es de sobra

sabido que la producción actual es suficiente y, sin

embargo, millones de personas sufren y mueren de

hambre, y eso constituye un verdadero escándalo.

Es necesario encontrar los modos para que todos

se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no

sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien

más tiene y quien se tiene que conformar con las

migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia

de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser

humano. En este sentido, quisiera recordar a todos

el necesario destino universal de los bienes, que es

uno de los principios clave de la doctrina social de la

Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial

para posibilitar un efectivo y justo acceso a los

bienes básicos y primarios que todo hombre necesita

y a los que tiene derecho.

 

Conclusión

10. La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta,

amada, experimentada, anunciada y testimoniada.

Pero sólo el amor que viene de Dios nos

permite acoger y vivir plenamente la fraternidad.

El necesario realismo de la política y de la economía

no puede reducirse a un tecnicismo privado

de ideales, que ignora la dimensión trascendente del

hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad

humana se vuelve más pobre y las personas

quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si

aceptan moverse en el amplio espacio asegurado

por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y

a cada mujer, la política y la economía conseguirán

estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu

de caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz

de desarrollo humano integral y de paz.

 

Los cristianos creemos que en la Iglesia somos

miembros los unos de los otros, que todos nos necesitamos

unos a otros, porque a cada uno de nosotros

se nos ha dado una gracia según la medida del don

de Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co

12,7). Cristo ha venido al mundo para traernos la

gracia divina, es decir, la posibilidad de participar

en su vida. Esto lleva consigo tejer un entramado

de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad,

en el perdón, en el don total de sí, según la amplitud

y la profundidad del amor de Dios, ofrecido a la

humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado,

atrae a todos a sí: « Les doy un mandamiento nuevo:

que se amen unos a otros; como yo les he amado,

ámense también entre ustedes. La señal por la que

conocerán todos que son discípulos míos será que

se aman unos a otros » (Jn 13,34-35). Ésta es la buena

noticia que reclama de cada uno de nosotros un

paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de

escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro,

también del más alejado de mí, poniéndonos en

marcha por el camino exigente de aquel amor que

se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de

cada hermano y hermana.

Cristo se dirige al hombre en su integridad y no

desea que nadie se pierda. « Dios no mandó a su Hijo

al mundo para condenar al mundo, sino para que el

mundo se salve por Él » (Jn 3,17). Lo hace sin forzar,

sin obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón

y de su mente. « El primero entre ustedes pórtese

como el menor, y el que gobierna, como el que

sirve » —dice Jesucristo—, « yo estoy en medio de

ustedes como el que sirve » (Lc 22,26-27). Así pues,

toda actividad debe distinguirse por una actitud de

servicio a las personas, sin olvidar a las más lejanas

y desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad

que edifica la paz.

Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender

y a vivir cada día la fraternidad que brota

del corazón de su Hijo, para llevar paz a todos los

hombres en esta querida tierra nuestra.

Vaticano, 8 de diciembre de 2013.

Notas:

1 Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009),

654-655.

2 Cf. Francisco, Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 54: AAS 105

(2013), 591-592.

3 Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87:

AAS 59 (1967), 299.

4 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre

1987), 39: AAS 80 (1988), 566-568.

5 Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 43: AAS 59

(1967), 278-279.

6 Cf. íbid., 44: AAS 59 (1967), 279.

7 Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80

(1988), 566.

8 Íbid., 38-39: AAS 80 (1988), 566-567.

9 Íbid., 40: AAS 80 (1988), 569.

10 Íbid.

11 Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009),

654-655.

12 Summa Theologiae II-II, q. 66, art. 2.

13 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en

el mundo actual, 69. Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo

1891), 19: ASS 23 (1890-1891), 651; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei

socialis (30 diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988), 573-574; Pontificio Consejo

« Justicia y Paz », Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 178.

14 Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 16: AAS 61 (1979), 290.

15 Cf. Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Compendio de la Doctrina

social de la Iglesia, n. 159.

16 Francisco, Carta al Presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin

(4 septiembre 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua

española (6 septiembre 2013), 1.

(17 Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 34: AAS 55 (1963), 256).