Casi dos años de pandemia nos han situado en una inédita experiencia de aguda y permanente conciencia de vulnerabilidad personal y colectiva. Acaso esta situación es psicológicamente más punzante y dura cuanto más inmunes nos creyésemos como sociedad o individuos frente a enemigos como las sucesivas mutaciones del malhadado Covid-19.

En un primer momento, tal vez percibimos la vulnerabilidad sentida como un estado circunstancial y de pérdida de control transitorio que padecerían algunos grupos o personas por su fragilidad o por estar peor dotados. En medio de la desgracia, nos tranquilizaba pensar que con nuestro poder científico-tecnológico pronto recuperaríamos el control y con ello la sensación de pertenecer a una civilización casi invulnerable. Pero sospecho que un segundo impulso nos está conduciendo a reconocer la vulnerabilidad no tanto como realidad pasajera que afecta a algunos vulnerados, sino como una realidad sustantiva común de todos los seres humanos y que, por circunstancias agravantes, se vuelve más intensa para algunos.

Emplear el poder científico-técnico forma parte de lo más genuinamente humano, a condición de que este empeño no opaque las verdades fundamentales de la existencia. Sin quitar ni un ápice de valor al progreso, me atrevo a decir que, por ejemplo, la acción portentosa de la biotecnología logrando vacunas contra el coronavirus en tiempo récord, más que ser celebrada como una victoria apabullante sobre la vulnerabilidad constitutiva (que no lo es), debería ser vivida como un trampolín para ahondar más en los fundamentos de nuestra común humanidad herida por la finitud y la culpabilidad, y también en los vínculos que nos unen con los demás seres humanos, así como con la naturaleza no humana.

Lu Tolstova
Más que dar pábulo al miedo o al afán de controlarlo todo, necesitamos reconocer cuán radicalmente vulnerable es el ser humano en cuanto «cuerpo singular abierto a la herida (vulnus), siempre inminente y ligada a la contingencia (…) Irremediablemente entreabierto a la herida y a la cura, el vulnerable está por completo en la tensión de esa alternativa» (A. Cavarero). Hans Jonas describió la vulnerabilidad como el atributo de todos los seres vivos que pueden morir, experimentado de manera especial por los seres humanos que pueden causar sufrimiento y dolor a otros seres y son capaces de vivir conscientemente su responsabilidad hacia sus congéneres del presente y hacia las generaciones futuras. Esa conciencia está en el origen de la subjetividad personal y en el desencadenamiento de toda respuesta ética solidaria.

Pues bien, en Navidad celebramos que Dios se hizo plenamente humano con «un cuerpo entreabierto a la herida y a la cura», y así venció el poder de la muerte que tenía atrapado al ser humano. El ser que por su naturaleza es no-vulnerable se ha hecho vulnerable para salvarnos. En el misterio de la encarnación la omnipotencia divina utiliza su poder de amor para hacerse vulnerable viniendo en carne humana y haciéndose uno de tantos. Sin rehuir las profundidades de la vulnerabilidad, el amor llega al extremo y alcanza su plenitud. «Sus heridas nos han curado» (1 Pe 2,24, cf. Is 53,5).

Así es Jesús que, cuando le llega la hora de entregar la vida, la da en un acto de amor total que se ha ido curtiendo desde el momento de nacer. Es Cristo en persona quien trae la salvación con los hechos concretos de su vida, de su pasión, muerte en cruz y resurrección; no de otra manera nos viene la salvación. Según la antigua doctrina patrística del intercambio, solo si Él se hace realmente lo que nosotros somos, podemos llegar a ser lo que Él es. Porque asume verdaderamente la condición humana (verdadero hombre) hace posible nuestra participación en su condición divina (verdadero Dios).

Humanidad verdadera quiere decir participación de la vulnerabilidad como condición universal de todos los seres humanos y de la vulnerabilidad con causa en los efectos de la distribución del poder y la riqueza en la sociedad (e. g. la desigualdad en el acceso a las vacunas). Ambas dimensiones –la ontológica y la social– fueron vividas a fondo y sin reservas por Jesús de Nazaret. Nació en Belén, fuera de los muros de la ciudad, porque no les dieron a sus padres sitio en la posada; murió en la plenitud de su vida, ejecutado como los malhechores, también extra muros. Su familia experimentó en propia carne la dureza de estar en tierra extranjera y no ser acogida. Las escenas bucólicas de la mayoría de los belenes no permiten reconocer la indigencia y la intemperie que pasó aquella familia de emigrantes forzosos, que no pudieron dar a luz en condiciones de seguridad y de salubridad mínimamente decentes. El hijo de Dios pasó su vida pública recorriendo pueblos y aldeas, anunciando el Evangelio y curando a enfermos y oprimidos, sin disponer de un lugar donde reclinar la cabeza y sintiendo compasión por las multitudes cansadas y abatidas, que erraban como ovejas sin pastor. Jesús, pobre y humilde, pasó haciendo el bien (Act 10,38) y convirtió debilidad y adversidades en fuerza humanizante de amor.

Pocos lugares evangélicos como la parábola del Buen Samaritano para vislumbrar cómo eso tiene que ver con la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo. En la tensión entre la herida (vulnus) y el cuidado (cura), el samaritano se decantó por cuidar al malherido tirado al borde del camino, reconociéndose él mismo también como persona vulnerable y necesitada. Y supo ver, como el texto lucano dice, que la elección de cuidar no es opcional, que obliga a concretarse en obras el amor. El «rostro» del otro (que es su «epifanía») en su desvalimiento lanza un grito imperativo que va del «no me mates» al «hazme vivir» (E. Levinas). En la narración de Lucas la exhortación final dice «haz tú lo mismo», esto es, elige compadecer, cuidar y dar vida, sin dejar de ser débil y estar herido. Haz el bien a quien te necesita; tú también eres vulnerable.

Cuando falta la preocupación activa en forma de responsabilidad, respeto, reconocimiento y cuidado, las heridas bloquean el paso al amor, por mucho que hablemos de él. Ciertamente, ese amor realizado en el cuidado con vocación universal es un elemento esencial del cristianismo, pues forma parte de lo mejor de la naturaleza humana. El cuidado que aparece en la parábola del Buen Samaritano está incluido entre esas pocas ideas capitales y sencillas que el Señor no se cansa de inculcar en el Evangelio: resume toda la ley y los profetas, regenera la existencia herida, fortalece la debilidad, extingue la iniquidad y libera a los oprimidos por causa del mal.

En fin, podemos darnos un respiro para mirar de frente y con esperanza las heridas que nos infligen la muerte, el amor y la vida, no porque tengamos muchos «poderes», sino porque Dios se ha hecho carne humana para nuestra salvación. Esa sí que es la gran esperanza que necesitamos. Cada uno de nosotros recibe en Navidad una maravillosa invitación a adorar y confiar.

Julio L. Martínez es catedrático de Teología Moral en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid)