En la homilía del Te Deum Ecuménico 2012, Monseñor Ezzati señalaba que una de las razones que están a la raíz del malestar que experimentan amplios sectores de la sociedad chilena, es “una crisis de confianza que se ha transformado en un virus omnipresente que contagia las relaciones de nuestra vida familiar, social, política y también eclesial. Se desconfía de la autoridad, se desconfía de las instituciones, se desconfía de las buenas intenciones y hasta de la viabilidad de los proyectos propios. Esta misma desconfianza tensiona la vida familiar, nos aleja de nuestro prójimo y crea barreras entre grupos y sectores”.
El diagnóstico del Arzobispo de Santiago es compartido por muchos. En Chile se ha producido una pérdida de confianza muy grande en los últimos años. Pérdida de confianza de unos con otros, en el sistema, en el futuro, en las instituciones y en quienes las componen: carabineros, políticos, curas, empresarios… Eso lo sabemos, lo hablamos, lo debatimos. Pero, ¿por qué? ¿Por qué nos pasó esto? ¿Qué nos sucedió a nivel personal, institucional y como sociedad para llegar a enfrentar esta pérdida de credibilidad de las instituciones, la menor confianza interpersonal, el mayor malestar ante el sistema político y económico que nos organiza?
Aquí van algunas ideas. No es un análisis detallado, ni una teoría con respaldo empírico, sino solo algunas hipótesis que pueden ayudar a una buena discusión.

Razones de la desconfianza
El miedo de no pisar firme
Varios que hemos tenido la oportunidad de subirnos a un avión, experimentamos una sensación de inseguridad cuando el avión despega. Mientras las ruedas tocan el piso no hay mayor problema; sin embargo, cuando levanta el vuelo y se despega de la tierra, algo de intranquilidad se siente aunque sea momentánea.
El siglo pasado vio desmoronarse muchas de las certezas que dieron seguridad a las sociedades occidentales. El proyecto de la Modernidad había comenzado a ser cuestionado a mediados del s. XIX desde distintos ámbitos, particularmente en las sospechas sembradas por Marx, Freud, Darwin y Niezstche. Pero fue en el siglo XX donde las dos grandes guerras mundiales terminaron por hacer trizas la confianza que se había fundado en megarrelatos de desarrollo y progreso. Y comenzó una época de profundo cuestionamiento sobre nuestra misma existencia. Kierkegaard, Sartre, Heidegger, Camus, entre tantos otros nos invitaron a transitar la vida de una forma distinta, haciendo camino al andar, pues no había ya—ni nunca realmente había existido—un camino predeterminado.
Esta nueva manera de vivir, donde la existencia precede a la esencia, provocó y provoca aún inseguridad, desconfianza, temor. Luc Ferry, ex ministro francés, en su reciente libro “Familia y Amor”, sostiene que la pasión dominante en nuestros días es el miedo. Esta erosión de las seguridades que se llevó a cabo durante el siglo pasado, tiene como una de sus principales consecuencias una sensación de desarraigo, de miedo, de angustia. Por eso es que, sea de izquierda o de derecha, las masas presentarán sus demandas movidas por el temor al futuro. Si antes el miedo era algo de consistencia negativa, que nos habían enseñado a enfrentarlo y superarlo, ahora resultaba ser algo que paralizaba y del que no se sentía vergüenza. “Cuando los valores trascendentes se difuminan—señala Ferry—las exigencias de la vida se imponen sobre cualquier otra consideración” , lo que significa que nos movilizaremos no ya por grandes ideales, sino por aquello más inmediato que me entregue confianza y seguridad para el futuro.

Falta de densidad ética
Monseñor Ezzati hace un punto muy interesante en su homilía del Te Deum 2012: “Hablar de paz mientras truenan los cañones, hablar de justicia y equidad cuando se exaltan sin límites las ganancias, hablar de gratuidad cuando se entroniza el lucro y la usura, parecen frases ingenuas y utópicas, que no calzan con el mundo real. Todo esto alimenta la crisis de confianza que cobra arteramente nuevas víctimas”. Si el lenguaje no da cuenta de lo que realmente sucede, entonces la palabra es despojada de la veracidad que le otorga relevancia. Aquí radica un primer problema: dejamos de creer en la palabra, pues ésta no da cuenta de la realidad.
Si los políticos hacen constantes llamados a la unidad, pero en los hechos son expertos en disputas pequeñas con sus adversarios e incluso con correligionarios; si los curas hablamos de acogida y compasión, pero con demasiada frecuencia somos duros e inflexibles; si los empresarios hablan de progreso y crecimiento, pero se ve tan poca voluntad de cambiar condiciones monopólicas o abusivas, entonces la desconfianza reinará. Y con razón. La sociedad chilena, hoy mucho más consciente de su propia realidad, es capaz de darse cuenta de los engaños escondidos en tantos discursos, o de la vaciedad de valores pronunciados por líderes que no están dispuestos a acompañar palabras con obras.
A la base de la pérdida de confianza está también la pérdida de densidad ética. Si un buen sistema económico se sustenta sobre un sistema político estable, la buena política se sustenta sobre un capital de confianza que debe, a su vez, construirse sobre convicciones éticas. Pero hoy éstas no abundan. La desafección general con la política surge de la decepción que provocan las actitudes acomodaticias, que con sofismas ya conocidos pretenden convencer que esas posturas no están infectadas por conveniencias personales o grupales. Me puedo llenar la boca con lo nefasto del sistema binominal, pero si no estoy dispuesto como incumbente a abrir espacios de verdadera competencia, mejor me quedo callado. Si no tengo la mínima altura moral para ser capaz de defender principios—aquellos que no cambian con las circunstancias—entonces no tengo que esperar que los otros actúen como yo no soy capaz de hacerlo. Si voy a tener el notable desparpajo de defender lo mismo que ayer critiqué, mejor me siento a esperar la total erosión del capital de confianza política e institucional que nos queda.
Para Kant, la piedra angular de toda la moral del ser humano fue el “imperativo categórico”, cuya primera formulación señala: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. Es decir, el criterio que puede asegurar que mi actuar es un actuar ético, es si ese actuar yo lo defendería independiente de mi posición y conveniencia.
La pérdida de densidad ética diluye el capital de confianza que asegura la calidad de nuestras instituciones y de nuestra convivencia en sociedad. El daño que ya nos hemos infringido solo se recupera con gente dispuesta a morir en el intento, a pagar los costos de no ganar aprovechando la posición monopólica o de poder, de no ser reelegido por el sistema que protege la incumbencia, de ser considerado “traidor” por los del propio sector, por el simple pero crucial hecho de preferir actuar conforme a un imperativo moral que no se mueve un pelo por conveniencia propia, sino que hunde su densidad ética en la profunda certeza de aquello que defendemos será bueno y verdadero en todo tiempo, en todo lugar y para toda persona.

Desconocimiento y desconfianza
Una razón de los niveles de desconfianza que enfrentamos en nuestro país, tiene que ver con el nivel de desigualdad en la que vivimos. Esta desigualdad se reproduce en todos los ámbitos de la vida social: en la calidad de la educación, en el acceso a la salud, en la retribución por el trabajo que desempeñamos, la calidad de los barrios donde vivimos, etc. Sin embargo, no es solo desigualdad, sino que lo más dramático son los niveles de segregación que nuestras ciudades han permitido. En un informe de 2013, la OECD catalogó a Santiago como la ciudad más segregada de las 30 que fueron analizadas. En un trabajo realizado junto a la economista Andrea Tokman, señalamos que “las grandes ciudades de Chile poseen un grave problema de desintegración socioespacial que es injusto e ineficiente. El lugar donde se nace o se vive determina el acceso a bienes públicos fundamentales como la seguridad, la educación o la salud, y a las oportunidades de empleo, factores que determinan en gran medida las posibilidades de progreso económico. Peor aún, el lugar donde se nace y vive afecta las expectativas con las que las familias enfrentan los desafíos y oportunidades, y cierra un círculo vicioso difícil de romper”.
Si es imposible amar lo que no se conoce, es muy difícil confiar en lo que se desconoce. Los niveles de segregación urbana a los que hemos llegado hacen casi imposible toparse y menos convivir con familias de otras realidades socioeconómicas. Por un lado, a través de políticas públicas insensibles y desacertadas, hemos creado verdaderos guetos de pobreza en comunas de la periferia de nuestras grandes ciudades. Por otro, a través de la inequidad en la distribución del desarrollo, también hemos ido creando guetos de riqueza, donde ya prácticamente no se necesita salir de ellos ni para comprar, ni para trabajar, ni para estudiar. Las distancias se han convertido en verdaderos abismos, donde el desconocimiento refuerza los prejuicios, y hace inviable tejer confianzas.

Recuperar confianzas
¿Qué debemos hacer para recuperar confianzas? No es tarea fácil. La confianza toma tiempo en ser construida y muy poco en ser destruida. Con todo, es una empresa por la que vale la pena empeñar todos nuestros esfuerzos.
Difícilmente podremos encontrar una receta para volver a construir el capital de confianza que nos hemos gastado. Sin embargo, hay ciertos ingredientes que no pueden faltar.
Un elemento fundamental es lo que en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio se conoce como el Presupuesto. Antes de iniciar los puntos que el acompañante de los Ejercicios le irá dando al que hace el retiro, San Ignacio indica una actitud que ambos deberán tener: creer en el otro. “Se ha de presuponer que todo buen christiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del próximo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y, si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve.” De este principio no debemos desprender que uno no deba corregir el error, ni manifestar si tiene una opinión contraria al otro. Lo que San Ignacio quiere indicar, es que el punto de partida debe ser la confianza en que el otro está actuando de buena fe. Una cosa es tener una opinión distinta, otra es creer que el otro la está sosteniendo por algún perverso motivo. Muchas más veces de las que creemos tendemos a juzgar la intención de otro, antes que intentar salvar su proposición. De partida, porque el pecado de soberbia nos lleva a pensar más fácilmente que nosotros somos los buenos y los otros los malos. Pero también porque en ciertas discusiones de política sociales y económicas (nivel de gasto social, reforma tributaria, salario mínimo, construcción de hidroeléctricas) ambas partes no siempre entienden el fundamento ético que sustenta la opinión contraria. Entonces, al no entender, lo que sucede es que tendemos a enjuiciar al otro.
En línea con el presupuesto ignaciano, es también combatir la generalización que tanto daño hace. Ni los curas son todos pedófilos, ni los empresarios todos ladrones, ni los políticos todos corruptos. Otra vez San Ignacio nos da un consejo de gran valor: “nunca digas todos cuando son algunos, nunca digas algunos cuando es uno”. Nuestras generalizaciones no solo causan daños a instituciones, profesiones o actividades, sino que dan cuenta de cierta pobreza argumentativa de la que tenemos que hacernos cargo.
Ahora bien, así como nadie tiene derecho a realizar generalizaciones a la rápida, que por lo general abundan en injusticia, también las instituciones deben asegurar que sus líderes comprendan que ocupar un cargo de poder conlleva una responsabilidad mayor. Es esencial asumir que el descrédito de las instituciones es directamente proporcional a la densidad ética de sus líderes. Recuperar la confianza en las instituciones pasa necesariamente por ser capaces de exigir estándares más altos a los que quieren representarlas públicamente.
En línea con lo anterior, recuperar confianzas pasa por asumir que en los tiempos en que vivimos, el testimonio vale más que mil palabras. Lo que en general todos pedimos es coherencia. Dicho de otra manera, la credibilidad personal e institucional dependerá primeramente del testimonio que se dé en los hechos. Ese fue el caso de la Iglesia Católica, especialmente en la década de los 70 y 80. La confianza con que la población en general premiaba a la Iglesia, dependía directamente de las opciones que concretamente tomó y sostuvo su Jerarquía en el tema de los derechos humanos. Como hoy la palabra abunda y se multiplica por miles de nuevos medios y tecnologías, el bien escaso es el testimonio. Cualquier discurso desprovisto de densidad testimonial, no hará otra cosa que seguir el curso del descrédito de las instituciones.

El sueño de un país desarrollado y más justo pasa por una democracia fuerte y una democracia estable se funda en el capital social y político de la sociedad. La confianza es el elemento más determinante para construir ese capital social y político. Reconstruir ese capital pasa por actitudes personales e institucionales, pero también por el modo en que nuestras políticas públicas apunten a facilitar el encuentro y la integración. En eso nos queda mucho camino por recorrer. Pero si nos convencemos que las confianzas pueden reconstruirse y que nada puede ser más necesario para el país, entonces echaremos a andar nuestra creatividad para buscarlas, defenderlas y hacerlas crecer.

Sobre la Confianza en nuestro país
CEI, Cuadernos de Espiritualidad número 192, n° 2, año 2013
Cristián del Campo SJ
www.cpasj.org